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A raíz de la Orden Ministerial que regulaba la información suministrada por los bancos y clasificaba los diversos productos financieros en diferentes clases –en aras a proteger y advertir el posible riesgo que tenía la contratación de tales productos por parte de los clientes minoristas-, es posible establecer una relación entre el producto ofertado (en la escala o comúnmente denominado “semáforo” de riesgo) y la labor informativa del banco.

A tal efecto, se establece una escala o “semáforo” de seis colores, que se corresponden a su vez, con seis números; siendo el número 1 –el considerado menos peligroso a efectos del riesgo asumido- de un color verde oscuro, y va in crescendo  hasta llegar al número 6 de color rojo, considerado el más peligroso, pasando por el amarillo (número 3) o el naranja (números 4 y 5, menos y más oscuro, respectivamente).

A pesar de ser un sistema fácilmente intuitivo cromáticamente, ya que es básica psicología asociar el verde con una posición de seguridad o calma, y el rojo con un estado de alerta, una posible patología de este sistema es que corresponde a las entidades realizar la clasificación de los productos financieros en cada segmento de la escala, determinando así su grado de “riesgo”.

De esta manera, caerá en manos de entidades bancarias, empresas de servicios de inversión, entidades de crédito  o establecimientos financieros de crédito y aseguradoras organizar los diversos productos financieros que comercialicen (acciones, bonos, participaciones, depósitos, planes de pensiones, seguros, entre otros) dentro de cada categoría.

Un hecho derivado de tal clasificación es que la exigencia informativa es directamente proporcional al grado cromático adoptado, por lo que un depósito a plazo fijo -que se podría incorporar en el nivel 1 o de color verde oscuro o de poco riesgo- llevaría aparejado un deber de información por parte de la entidad financiera bastante estándar o bajo.

Por lo cual a mayor grado de complejidad o riesgo del producto, mayor debe ser el deber de información y diligencia de las entidades bancarias, incurriendo en mala praxis bancaria los bancos que comercialicen productos de alto riesgo con una labor informativa deficiente, sesgada e insuficiente.

Y ello no es un mero hecho teórico alejado de la realidad, sino que lo podemos comprobar con todas las sentencias que condenan con nulidad aquellos contratos bancarios y financieros que incluyen productos con un nivel significativamente alto de riesgo y para el cual las entidades que los comercializaron no actuaron con una diligencia exhaustiva. Con lo cual la insuficiencia informativa es lo que denota la mala praxis bancaria, implicando en todos estos casos la nulidad de los contratos.

 

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